Hace ya bastantes años, en un país muy lejano, los caballeros saludaban a las damiselas y ellas se contoneaban grácilmente. Las margaritas trepaban hasta los balcones de las casas y los girasoles siempre miraban a poniente, porque la brisa fresca les hechizaba más que los calinosos rayos del sol. La plaza central albergaba fuentes y riachuelos que se entrelazaban unos con otros, creando una enorme telaraña de reverberante agua y burbujeante frescor. Sobre las copas de los eucaliptos, verdes y frondosos, la ave local, mitad gaviota mitad búho, posaba para descansar de sus paseos al lago, y después merendaba en la orilla del mar. Desde lo alto de la montaña vecina, “La Temblorosa”, se divisaban las llanuras que se extendían hacia donde no alcanzaba la vista y estaban plagadas de trigo fresco, avena, y cebada para la elaboración de la agridulce cerveza. El tiempo transcurría ladeando los malos augurios y las desafortunadas coincidencias que sucedían en otros países. El tiempo era la más dulce y preciada posesión de los habitantes del país.
Una tarde extraña, cuando el sol ya había nacido por occidente y se ponía por oriente, los girasoles se agazaparon a besar la humedecida tierra y las margaritas se bajaron de los balcones. El llanto de un bebe desconsolado, atormentó a los pacíficos habitantes del país, que no estaban acostumbrados a lidiar con lagrimas infantiles ni con ninguna clase de quejidos. Unos nubarrones negros ensombrecieron los tejados dorados y afearon el resplandor de las estatuas de mármol verdoso. Los peces de colores que nadaban plácidamente se empavonaron de una melaza espesa y perdieron sus colores brillantes. Los caballeros, intentando aparentar serenos pero se arrinconaron en las parcelas de las casas donde, las bellas doncellas, se habían cobijado hacía ya rato. Y a lo lejos, desde lo más profundo del basto océano, el navío de patas largas se acercaba con premura.
El apodo de patas largas siempre iba acompañado con otro tipo de apodos más espeluznantes. Esquilador de hombres, degollador de mascotas, e incluso desatornillador de portones. Nada aterrorizaba más, que cuando uno se recogía plácidamente a su casa, de repente la puerta se te echaba encima y te partía una pierna, un brazo, o incluso la cabeza, aunque algunas veces sólo te dejaba sordo. La sanguinaria y borrachosa tripulación que le acompañaba, siempre dejaba huella en las casas de las hermosas damiselas. Les ensuciaban las vajillas de sus madres, les escupían en las sabanas recién lavadas, y lo peor de todo, utilizaban sus inodoros sin levantar la tapa y sin tirar de la cadena. El desastre se acercaba a la ciudad del país del otro lado de la realidad.
Conforme se acercaba el gran navío, los ciudadanos decidieron construir una barrera, hecha con migas de pan endurecidas y pegamento de caballo para rejuntarlas. La levantarían al menos con cinco metros de altura y de anchura tendía como mínimo dos. Lástima que necesitarían más de cuatro semanas para acabarla y para entonces, los extravagantes piratas ya se habrían marchado con sus fechorías acabadas y su bochas llenas con increíbles botines.
Unos delfines del otro lado de fondo oceánico, atravesaron la barrera de medusas y arrecifes de coral, y escucharon el silencioso temor de los habitantes que se encontraban en tierra firme. Puede que no se conocieran demasiado. El viaje hacia la costa era muy peligroso para hacerse con frecuencia y únicamente se acercaban en primavera, cuando las ramas de los arboles se sumergían bajo el agua de las playas y la marea subía para abrirles el paso. De todas formas; los delfines querían a sus vecinos y no permitirían que sufrieran las nefastas consecuencias de la indeseable visita.
Atravesaron el coral, nadaron a través de las medusas, coletearon con fuerza y saltaron por encima de la superficie del mar. El puñado de delfines se convirtió en decenas y pronto, más de mil delfines nadaban en la mar, por donde la proa del barco pirata surcaba. Se arrimaron lentamente, como si una masa uniforme se estuviera condensando, y encallaron al barco en sus suaves y delicados lomos. Los piratas no podían reaccionar; el timón se había roto, el ancla puesto del revés y los botes de emergencia desaparecieron bajo las aguas como por arte de magia. Los delfines corrigieron su rumbo y les guiaron hasta el gomoso y humeante infierno de donde provenían.
Los habitantes lo vieron todo, y volvieron a respirar la paz y la tranquilidad que siempre habían respirado. Los delfines se convirtieron en héroes y el vínculo perdido con la naturaleza y el hombre se hizo más fuerte que nunca. Los burros de los alrededores cantaban haciendo un coro de bienvenida a la nueva era y los gallos clocaban al unísono con las gallinas, y las cabras lamian a los perros para que ellos aullaran en sintonía. Los habitantes, para agradecer el esfuerzo y el sacrificio de los delfines, levantaron una estatua que perduraría para él jamás de los jamases, y los bebes ya no llorarían nunca más.
Alexander Copperwhite
No hay comentarios:
Publicar un comentario