miércoles, 31 de agosto de 2011

El sótano del… Mal


Bajo la atenta mirada de un Cristo crucificado, unos descuartizados Ángeles hechos de goma espuma y pintura acrílica, agonizaban en las diminutas manos de un ser, que difícilmente se distinguía. Las rajas de luz, que penetraban en el sótano como cuchillas cortantes a través de las tapiadas ventanillas, a duras penas conseguían iluminar el rostro oculto de la destrucción. Dos armarios de madera, del siglo XVIII, cuatro mecedoras de caña fina, una mesa con estampados de flores y grabados de símbolos paganos, y una inmensa colección de muñecas mutiladas, junto a un montón de cachivaches polvorientos e inútiles; atormentaban los pensamientos del ser. Un olor a resina y diesel reposado, rezumaba de la ennegrecida caldera que se ocupaba de mantener el caserón caliente durante las frías noches de invierno. Como distracción, una arrugada marioneta permanecía inmóvil en la penumbra, observando las incisiones quirúrgicas, y la sonrisa que esbozaba con cada corte. El objeto sin vida, ni se movía, ni reaccionaba… al igual que todo lo demás.
Titubeando, recortando, sonriendo y con mucho mimo; la artesana del horror, destripaba sus víctimas con paciencia y de forma virtuosa. Maestra en la destrucción, titulada en la paciencia. Una caricia, un beso, un suave toqueteo por los brazos, y los muslos, hasta llegar a la cabeza. Sus ojos penetraban la árida superficie de la piel plastificada y su improvisado bisturí, también. En silencio. El suave crujido del desgarre le provocaba un placer inmenso. Y cuando todo se haya acabado, otro día o en otro momento, comenzará de nuevo su labor.
- ¡Amalia! ¿Dónde estás?
La niña de siete años, dejó en el suelo su muñeca y el lápiz de goma.
- ¡Pero mama! Te he dicho que me llames Mal… doctora Mal…
- ¡Vale! Ahora déjate de juegos y sube a merendar.

Puede que todo se tratase de un juego. O puede… que estuviera practicando. Sólo el tiempo nos dirá si será para bien… o para ¡MAL!

    
Alexander Copperwhite

martes, 30 de agosto de 2011

De noche…


Silencio y frío. O al revés. Nada era lo que aparentaba y nadie se mostraba como era en realidad. Las amorfas caras, faltas de rasgos característicos y de expresiones afables, penetraban en el subconsciente de los desprevenidos. La luna merodeaba por el cielo, los roedores de la noche chirriaban canciones desagradables y desesperantes, los búhos acechaban a sus presas, sedientos de sangre, y el círculo de los ancianos se cernía sobre la carne fresca, que pronto sería sacrificada. Un lord barítono actuaba como maestro de ceremonias y dos enanos peludos, soportaban el calor de unas antorchas que lentamente les tostaban la piel. Los cincuenta y dos comparecientes no ocultaban su rostro, ni tenían la intención de hacerlo ya que nunca se les había escapado una víctima… jamás. La hierba bajo sus descalzos pies, les acariciaba los dedos y a su vez les refrescaba. Las copas de los árboles les observaban, una fina capa de neblina les camuflaba y la gran roca octagonal, les servía de altar. El color carmesí disecado, los poros de la roca cubiertos del sanguinario plasma y el olor característico, a acidas vísceras y piel oxidada, paralizaban de pavura a la joven ofrenda. Todos aguardaban al aullido del lobo para dar comienzo a la ceremonia. Todos, menos uno… el sacrificio. Desde hace más de setecientos años los endemoniados aguardaban con paciencia la señal. A veces sólo transcurrían unos pocos minutos y otras, se veían obligados a esperar casi hasta el amanecer. Jamás habían fallado, jamás habían ofendido a su señor y nunca dudaron ni un segundo. Una navaja de doble filo reflectaba los tenues rayos de la luna y, como un espejismo, proyectaba las estelas de las antorchas sobre la roca teñida. El fuego del inframundo. Las lagrimas del demonio. Los dedos del mal. A la visión se la había nombrado de muchas formas. Menos de locura.
Por primera vez en siete siglos, el lobo no aulló y los cincuenta y dos se marcharon del lugar sin cobrarse la vida. Sin cubrirse los rostros y sin temor a ser descubiertos. -Si hablas… volveremos-. La grave voz advirtió a la víctima. Y jamás habló de ellos. Ni siquiera cuando, veinte años después, se abrió las venas en el manicomio donde llevaba más de media vida encerrado.
    
Alexander Copperwhite

lunes, 29 de agosto de 2011

La cárcel de las vanidades


La oscura noche de invierno, amedrentaba el calor de las fogatas y junto ellas, los buenos pensamientos. Agazapados sobre el cálido chisporroteo de los escasos recuerdos que ardían en los barriles de la inexistente comida, con la esperanza de ser liberados por los equipos de rescate, o por la muerte; los supervivientes se acercaban a sus seres queridos y se apretujaban para entrar en calor, y para no perder la costumbre de hacerlo. El héroe, un joven Senegalés que hace unos años había sufrido las inclemencias de otra travesía desafortunada; cazaba, pescaba, recolectaba y alimentaba tanto a los estómagos vacíos, como a las esperanzas de los abnegados. Las paradisíacas palmeras, sacadas de una postal vacacional, arañaban y cortaban la reblandecida superficie de la piel mojada cuando intentaban arrancar sus hojas para crear refugios. La arena de la playa se les incrustaba entre los dedos de los pies, en la poca agua que cosechaban de la lluvia, y entre los dientes. Las improvisadas camas de los niños que parecían vacías al ser ocupadas por escuálidos cuerpecillos, estaban ordenadas igual que en una sala de hospital. Hechas de harapos, ropa deshilada y hierbajos que pinchaban. Y el rescate no aparecía por ninguna parte.
A una distancia relativamente cerca de allí, la vida seguía su curso. El niño no tiene hambre y desperdicia la comida, los mayores derraman la cerveza porque está caliente, algunos disfrutan del placer de quemar sus pulmones y otros en tirar aperitivos a la tele… porque su equipo no ha marcado un gol, en un lugar a más de siete mil kilómetros de distancia. Los supervivientes se encuentran más cerca. Pero ni su presencia, ni su desgracia “vende”; se trata de una sobremesa demasiado mascada.

Alexander Copperwhite

domingo, 21 de agosto de 2011

Auxilio…


Una chicharra chirriaba sin descanso, anunciando la ola de calor que estaba por llegar. El alcance del impacto medioambiental, era de tal magnitud, que muchos lo denominaron apocalíptico y otros, devastador. Las hojas verdes de los eucaliptos y de los maracuyás, se tornaban amarillentas y grises, incapaces de procesar la clorofila e indefensas al no poder refrescarse con el agua que, hace tan sólo unos días, recorría la pequeña zanga situada unos pocos metros más allí. Ahora, se había trasformado en una línea estéril sobre la tierra.
En el otro lado del mundo, se vislumbraban las montañas de hielo convirtiéndose en añicos. Los trozos que se precipitaban hacia el mar, espumaban la inmensa superficie azul, anonadaban a los visitantes humanos y causaban una gran indiferencia a los pingüinos que habitaban la zona. La catástrofe se había convertido en un espectáculo demasiado cotidiano para que sus intuitivas mentes lo entendiesen, aunque sus cuerpos, sí sufrían por culpa del gélido calor.
Desde arriba, la tierra circunvalaba el centro de nuestra galaxia, el sol, sin cambiar de rumbo y sin entender el porqué se acaloraba. Su núcleo hervía con ahínco, el magma le derretía la fina superficie, el viento no la refrescaba y los nocivos gases, contaminaban su atmósfera. Con cada giro que daba, resoplaba y resoplaba, intentando girar cada vez más rápido para enfriarse, pero la fuerza de la gravedad no se lo permitía. La sal se condensaba en sus océanos, los escasos bosques se marchitaban, las selvas se cocían en su propio vapor y los jugos protoplásmicos se consumían a un ritmo trepidante.
La mano del hombre. El culpable inmediato de la deplorable situación. El milagroso desperfecto de la naturaleza. Un milagro que lo comprende todo, crea maravillas y, a la par, se autodestruye. Ecuaciones, bajorrelieves, placeres culinarios, la escritura, escrutar el cosmos, viajar a la luna, y a las profundidades del océano; movemos montañas, encauzamos ríos, creamos lagos… y, a lo mejor, sólo debemos agacharnos y desenchufar los aparatos sobrantes. Y nuestros hijos dispondrán de un mundo mejor en donde vivir.
    
Alexander Copperwhite

jueves, 11 de agosto de 2011

Mira a tu alrededor

Sus ramas se extendían tan gruesas como los brazos de un hombre, luego se estrechaban emulando las finas hebras de la naturaleza, para acabar desnudas con un pequeño capullo verde en su pico. La piel rasgada, cicatrizada por la resina y el tiempo, cobijaba a las pequeñas criaturas que buscaban en él, un refugio durante el invierno y sombraje durante el verano. Pero era primavera. El inminente renacer de su corteza, danzaba al ritmo de los suaves vientos del norte mientras el fluido que circulaba por sus circunvaladas vetas, no hacía más que otorgarle una fuerza descomunal y mística. Los años marcados en su corazón, cuarenta en total, afianzaban su posición ante los demás, convirtiéndolo en el más viejo y duradero, y hermoso. Con las raíces profundamente ubicadas y agarrándose en la humedecida tierra, se contoneaba con vehemencia sin temor a nada. Y espera. Un niño se asoma y se deleita con su esbelta figura y sus emplumecidas ramas. Cientos de capullos verdes se abrían para convertirse en flores que más tarde se convertirían en semillas. El vestido de color blanco, aromas de almendro, tintes rosados y marrón verdoso, alimentaba las vistas de los viajeros, y del niño que sentía como la vida se apoderaba de él. Algunas flores se desprendían, nevándose sobre el pequeño que abría sus manos para recibir los inesperados copos de aromas y milagros. Y el instante se pausó con la imagen del niño sonriendo y con los brazos en alto, acogiendo los milagros de la creación.
Alexander Copperwhite  

miércoles, 3 de agosto de 2011

Punto… y aparte

Un punto acaba una frase, o una reflexión pero no una historia. Ponemos los puntos sobre las “i” para matizar, amenazar, o para no desentonar y estropear la estética. Punto y coma denota pausa prolongada, que nos obliga a respirar profundamente, meditar sobre lo sucedido, y continuar intrigados. Aunque alguna vez nos la saltemos. Puntos suspensivos… que podemos decir de ellos… ¿confundidos?... puede ser, o simplemente no sabemos… hhmmm… como expresarlo… Y punto. ¿Por qué? Porque lo digo yo, y punto. ¿Y quien es “punto”? El amigo invisible, que indica que nos encontramos faltos de argumentos sólidos así que, le llamamos para que nos exima de responsabilidades. Punto también es un coche. No muy grande, pero bonito y muy útil. Y si llegados a este punto, no conseguimos relacionarlo todo… pues desde mi punto de vista… debemos volver a leer desde el punto de inicio.

Alexander Copperwhite

lunes, 1 de agosto de 2011

Recordatorio

Los caminos ocultos de la autocompasión, sólo conducen hacia la inevitable realidad de la autodestrucción. Cuando levantas la cabeza con orgullo, tu columna vertebral se estira, los músculos se oxigenan y el autoestima vuelve a brotar, igual que las setas que crecen en la oscuridad de sus húmedos rincones. Pero no te sientes chepado, curvado en tu idiosincrasia malévola que debería esfumarse al instante. No te sientes atraído por la negatividad de los pensamientos mundanos, ni por el odio que profesas hacia tu yo encarcelado. Porque así debe de ser. A cambio, eliges ser bueno y ayudar, y amar, y luchar contra las injusticias, y desear ser alguien mejor, en tu propio cuerpo. Tu templo. Y lo consigues. Y las tinieblas sólo fueron una pesadilla. Pero jamás la olvides, o de nuevo decaerás.  
Alexander Copperwhite