domingo, 30 de octubre de 2011

La dama del bosque

En el bosque de Maferen, dónde el perejil trepa alrededor de los árboles y entre el musgo de invierno, el nacimiento de una nueva e inesperada criatura se esperaba con ansiedad. Los roedores enredaban las ramas de los arbustos para crear un lecho, los búhos lo vigilaban durante la noche, los canarios lo adornaban durante el día y entre tanto y tanto, los pavos reales salvajes, lo refrescaban con su aleteo durante las horas del medio día. La criatura mágica, mitad humana y mitad sueño, compartiría con los habitantes del bosque un amor tan profundo, que jamás, nunca jamás, nadie se sentiría sólo.
Los pinos abanicaron el claro, los ciervos revolotearon de alegría y los peces del estanque cercano, saltaban ondulando sus cuerpecitos y reflectando los rayos dorados del sol. La criatura estaba a punto de llegar. Nacería entre los racimos de uvas salvajes y los pétalos de rosas que yacían en el lecho sin marchitarse. El rojo vivo, el verde oscuro y el transparente acuoso de la bruma matinal, ejercerían de manto de bienvenida. Los canticos de los pájaros y el correteo de las liebres; de música. Y el viento refrescaría la vaporosa agua que abrazaría a la recién nacida.
La pequeña, apartaba la dulce tierra de sus hombros para abrirse paso, olisqueaba los pétalos de rosas para coger ánimos y chirriaba dócilmente para acompañar a los canticos. Armonioso. Su tacto era bendito. Su sonrisa divina. Su cuerpo esculpido con firmeza y esbelteza. La más bella de las bellas, y la más deseada de todas.
 Los años transcurrieron, y la bella del bosque de Maferen se hizo mayor. En todo el mundo se hablaba de su extraordinaria belleza y de lo poderosa que era. Creaba vida de la nada. La árida tierra se convertía en fértil y con un solo beso, revivía petunias y aclaraba las aguas.
Cuatrocientos príncipes, mil cuatrocientos embajadores y veinticinco mil caballeros reclamaron su mano. Ella no sabía a quién escoger. Ella era feliz en el bosque junto a su familia; la naturaleza. Los hombres se arrodillaron ante ella, y le hicieron promesas de prosperidad y riquezas, de glorias y honores, de coloridos tejidos y alegres castillos ajardinados. Pero se sentía triste porque percibía la envidia en sus ojos. Todos querían poseerla y amarla hasta la saciedad. Todos darían su vida por ella.
La dama no se decidía y los hombres empezaron a dudar. Dudaban de la nobleza de sus adversarios y de la pureza de sus intenciones. Se miraban malamente, se despreciaban, y lo que había empezado como un caballeresco cortejo, lentamente se transformaba en disputas verbales. Y poco a poco; el corazón de los hombres se envenenó de amor y deseos, y se retaron unos a otros.
-Alto-. Dijo la dama del bosque. –Ya he decidido con quién voy a casarme-.
El silencio volvió a imperar en el bosque. Los puños se ablandaron y las cabezas dejaron de pensar en la posesión y en la lujuria.
- Me casaré con el bosque-.
Los hombres se quedaron atónitos. Algunos empezaron a reírse de impotencia y otros se mostraron enojados.
- Eso no es posible-. Dijo el más brabucón.
- Sí lo es-. Contestó la dama.
Lentamente, acarició la humedecida tierra que la rodeaba, enterró la punta de los dedos de sus pies, y miró hacia el cielo. Sonrió con dulzura y despreocupada. – Tomo esta decisión porque os amo a todos-. Su cuerpo empezó a estirarse, sus dedos a alargase, su cristalina voz a extinguirse. Sus uñas se convirtieron en centenas de hojas verdes, sus pechos en multitud de ramas perfectas y su cantar, en un suave contoneo del viento.
Los hombres se inclinaron ante tal regalo. El árbol de la vida.
Alexander Copperwhite

jueves, 27 de octubre de 2011

Mírame - Capítulo V (Final)

V
Los años pasaron, y la vida siguió su curso. Momentos de alegría y momentos de tristeza acompañan el pasar del tiempo, junto con sus inevitables consecuencias. Ana y Mario tuvieron dos hijos. Primero una niña que la llamaron Margarita y después un niño que lo llamaron Juan. El abuelo aún batallaba con su tos y sus resfriados de invierno pero resultó ser un excelente cuidador y un magnifico educador. La casa rebosaba de alegría y todo aquel que era invitado a visitarla siempre era bienvenido.
En el museo, los cuadros iban y venían, y los visitantes también. Mario hacia sus rondas por los luminosos pasillos durante el día y durante la noche, siempre llevaba encendida su linterna. El también sentía el latir del corazón de los cuadros que le rodeaban.
En una ocasión, Ana le recordó lo sucedido y sonrieron. Ellos conocían el secreto de los cuadros. No albergan espíritus, ni te hacen permanecer joven eternamente. Captan las emociones de quienes los pintan y de los que forman parte de ellos. Captan las sonrisas y las lágrimas, el amor y el odio, la alegría y el dolor, la vida y la muerte. Lo que en realidad transmiten, son los sentimientos de las personas. Y por eso son tan especiales. Por eso tienen tanto valor.
A Ana le gustaba mirar a las dos Majas. Ahora sentía que todo iba bien. No había diferencia entre ellas. Eran una sola persona; un único sentimiento. Se acarició el mechón blanco de su flequillo y alargó la mano como si quisiera darles las gracias por el regalo. Era el signo de que su alma había cruzado el umbral del otro mundo, y había salido ilesa, y premiada. Un toque de inmortalidad. Y Mario, mientras ella miraba, tocaba, y restauraba los cuadros que le llegaban de todo el mundo, siempre vigilaba de cerca a su amada Ana sin que ella se diera cuenta. Pero en realidad, ella sentía a Mario vigilándola, porque se habían convertido en almas gemelas.

domingo, 23 de octubre de 2011

Mírame - Capítulo IV

IV
Los días transcurrieron plácidamente y el abuelo de Ana se alegraba de verla tan feliz. Ana tenía el trabajo que más deseaba y salía con un joven muy guapo, amable y encantador. La casa se llenó de alegres conversaciones cuando los tres compartían mesa y, por fin, podía hablar con alguien sobre futbol y cosas de hombres. En el museo todo marchaba bien. Enseguida acabaría su trabajo con La Maja Desnuda y empezaría con otro. Mejoraría su técnica y pronto le asignarían trabajos más complicados. Ana estaba contenta, pero en su interior, sentía que algo no iba del todo bien.
El cuadro de La Maja Vestida, reluciente y en perfectas condiciones, aguardaba desde hace ya unos días, a que su cuadro casi gemelo estuviera listo para que ambos pudieran volver a ocupar su lugar en el museo. Ana sentía en sus dedos los colores y la textura del trabajo de Goya. Respiraba parte de él y sentía parte de los sentimientos de la modelo. De pronto, la miró como nunca antes la había mirado, y entendió que no era igual que su gemela. Alargó la mano para tocarle el cabello. Tocó el suave y agrietado lienzo, y sus pupilas se dilataron.
- ¡Dios santo! –Gritó-.
Un espectro de colores se despegó del rostro de La Maja Desnuda, e igual que un código de barras con el colorido de un arco iris difuminado, le tocó la yema de los dedos como si quisiera morderla.
Mírame...
Era el susurro que había oído cuando conoció a Mario. Se echó hacia atrás y se frotó los ojos. Empezó a marearse y perdió el equilibrio. Los músculos le fallaban, la vista también y, en un abrir y cerrar de ojos, cayó al suelo entre los dos cuadros.
*
Cuando abrió los ojos, existía pero no existía. Su cuerpo flotaba y su voz estaba apagada. Levantaba los brazos pero no los sentía; movía las piernas pero permanecía inmóvil; deseaba girar la cabeza pero lo que veía la acompañaba.
Un hombre de mediana edad, con sombrero blanco, traje a juego, bigote frondoso y bastón. Caminó delante de ella y la miró sin mirarla. Ladeó suavemente la cabeza, se acarició el bigote y se dirigió hacia una mesita en medio de una pequeña plaza rodeada de flores para sentarse al lado de una hermosa mujer. Ana no se lo podía creer. Era la modelo del cuadro pintado por Goya. Vio como la camelaba y como la trataba con dulzura. Entre las disimuladas risas de la joven, oía el sonido de los pájaros cantando y olía el aroma de los pétalos de rosas que rodeaban unos jazmines de varios colores. La gente por los alrededores era amable y se saludaba cortésmente; por todas partes se respiraba un aire de sosiego, pero Ana se sentía inquieta.
Cuando por fin se dio por vencida, decidió no resistirse y observar lo que transcurría ante ella como si de una película se tratase. Rápidamente, la plaza desapareció y ahora se encontraba en un taller de pintura. El olor de un aceite vaporoso, una calidez primaveral que la envolvió, y la sonrisa de La Maja Vestida, le hicieron sentir como en casa. La luz del día entraba por los enormes ventanales y reverberaba por las lustrosas superficies de los cuadros recién pintados. En una esquina, el maestro se enfrentaba al caballete, blandiendo sus pinceles igual que un experimentado espadachín. El hombre del bigote sonreía complacido y la dama, también.
Mírame…
De pronto, Ana miró a la modelo que, a pesar de estar sonriendo, lloraba. Ya no estaba vestida sino desnuda. Su cuerpo lleno de moratones y su cara llena de cortes, no era lo que Ana se había imaginado. Posaba de la misma manera que lo hacía antes, pero a desgana. El hombre del bigote, gritaba enfurecido tanto a ella, como al maestro y únicamente se entendían las palabras “os voy a matar a los dos como no lo hagáis”. Goya pintaba con la mano temblando y La Maja, intentaba limpiarse, de manera disimulada, la sangre que corría por su boca.
Cuando Ana entendió lo que en realidad había sucedido durante la creación de los cuadros, el tiempo se paralizó. Había perdido su invisibilidad y los tres espectros aparecieron repentinamente delante de ella observándola.
Márchate… Te mataré…
Ana quiso cerrar los ojos pero la imagen, la acompañó en la oscuridad. Empezó a chillar hacia sus adentros de manera espantosa, pero sólo se oía a sí misma en el interior de su mente. Luchó para liberarse de las invisibles cadenas que la sujetaban. Quiso alejarse del hombre bigotudo que respiraba sobre su rostro. Hasta deseó morir con el fin de evitar tener que sufrir a manos del enloquecido hombre.
- ¡Noooooooooooooo!
- ¡Ana! ¡Ana! ¿¡Estás bien!? –Dijo Mario preocupado-.
Hacia unos minutos que la había encontrado en el suelo e intentaba despertarla. Su angustiada cara y su entrecortada voz, se ahogaban en una preocupación profunda. Cuando por fin Ana se despertó y gritó, la apretó contra su pecho, y suspiró de alegría.
- Mario ¿eres tú?
- Soy yo mi amor. ¿Qué te ha pasado?
- He tenido un sueño muy extraño. –Contestó Ana-.
Conforme se levantó, apoyándose en los brazos de Mario, miró a los dos cuadros.
Mírame…
Se echo hacia atrás asustada y Mario se puso delante.
- ¿Quién anda ahí?
Los colores del los lienzos empezaron a evaporarse y a acercarse a los dos jóvenes, como si miles de hilos rectos deseasen envolverles para devorarles.
- ¡Atrás! –Gritó Mario-. Ana no te quedes. ¡Huye!
- Dios mío no era un sueño. –Tartamudeó Ana-.
Mírame… Ayúdame…
Ana apretó los dientes y miró a las dos distorsionadas figuras que en realidad intentaban juntarse y envolverse a sí mismas. Paralizadas porque no alcanzaban una a la otra, se estiraban con ahínco pero no lo conseguían.
- Espera Mario. Creo que necesitan ayuda.
- Pero… ¿estás loca?
- Confía en mí. Yo sé lo que sucedió.
Ana abrazó a Mario, y se colocaron en medio de los hilos, uniéndolos. Una suave brisa acarició sus rostros y un dulce aroma a melocotones y fresas recorrió sus fosas nasales hasta su paladar. Las dos gemelas, la feliz y la maltratada, se convirtieron en uno.
Gracias… Gracias…
El susurro desaparecía y todo volvió a la normalidad. Todo, excepto el flequillo de los dos jóvenes que se había emblanquecido. Ahora no sólo eran hermosos, sino también excepcionales, y ambos lo se habían dado cuenta de ello.

viernes, 21 de octubre de 2011

Mírame - Capítulo III

III
Dos años más tarde…
- Abuelo, abuelo. Por fin me van a dejar un cuadro para restaurarlo. Sólo se trata de una limpieza rutinaria, pero es un comienzo.
- No sabes cómo me alegro por ti mi pequeña. Ghhhm. Ghhhm. –Dijo su abuelo tosiendo-.
- ¿Te encuentras bien?
- Sí pequeña. Es este invierno que cada vez me pesa más. Lo de todos los años.
- Bueno. Tu tomate algo caliente y descansa. Esta noche cuando regrese te contaré como me ha ido.
Ana estuvo a punto de cerrar la puerta cuando su abuelo la llamó.
- Ana… no me has dicho como se llama el cuadro.
- ¡La Maja Desnuda! –Dijo Ana y dio un portazo-.
Media hora más tarde, llegó al museo y entró por la puerta trasera. Durante el trayecto hacia su trabajo, no paraba de canturrear y bailotear de manera disimulada, para que no la tomasen por loca o por ligera de ideas. Normalmente no le importaba lo que opinaba la gente de ella, pero había emprendido un nuevo camino y quería llegar hasta el final. Quería que le encargaran trabajos de todo el mundo; los cuadros más importantes e importantes y para ello, debía moderarse en todos los aspectos de su vida.
- Hola Ana. Llegas pronto como de costumbre.
La responsable de las restauraciones, admiraba su pasión y esfuerzo, y por ello la había premiado con una oportunidad única. Ella lo sabía… y Ana también.
- Hola María. No sabes cuánto te agradezco lo que has hecho por mí. No sé qué hacer para…
- No hace falta que me lo agradezcas más. Tú céntrate y haz bien el trabajo. Estas preparada y motivada, así que, manos a la obra.
Entraron a la acondicionada habitación, donde se encontraba La Maja Desnuda y su gemela vestida. María se encargaría de la limpieza de la otra obra para poder observar, aconsejar y perfeccionar el trabajo de Ana. Deseaba con todas sus fuerzas que la bella mujer, encontrase su hueco en este mundillo tan competitivo.
- Recuerda todo lo que te enseñaron y mis consejos. No tienes nada de qué preocuparte y como siempre, estaré justo a tu lado por si me necesitas. ¿De acuerdo?
Ana asintió con la cabeza y se preparó. Durante el día, ambas mujeres se ensimismaron. Escrutaron sus respectivos cuadros con lupa, se pusieron guantes de látex, prepararon el material y, suavemente, acariciaron las superficies de los cuadros con algodón de fibra fina empapados en una cristalina solución que se evaporaba casi instantáneamente al entrar en contacto con la obra de arte. Con la paciencia propia de una madre, Ana mimaba al objeto inanimado, pero aún así, lleno de vida.
Cuando llegó la noche, María había acabado casi la mitad de la primera parte de la restauración mientras Ana, aún se encontraba al principio. La experta restauradora, sonrió recordando sus inicios y se acercó a su aprendiz.
- ¿Qué te parece si seguimos mañana?
- Me gustaría quedarme un poco más. ¿Puedo?
- Pues claro. ¿Cómo puedo negarme a eso? Sería una jefa horrible si no te permitiera trabajar más por el mismo salario. Jajaja. Avisaré a los de seguridad de que te quedas y de paso que te echen un vistazo de vez en cuando por si necesitas cualquier cosa.
- Gracias María. Buenas noches y hasta mañana.
*
- Has visto el bombón que se ha quedado en restauración. –Dijo el bigotudo guardia de seguridad-.
- Acerca la cámara para que la vea mejor. –Contestó el joven novato-. ¡Madre mía, está buenísima! Me acercaré para realizar una inspección… rutinaria.
- Y de paso la saludas. ¿No truhán?
Mario sonrió, se colocó el cinturón, se arregló la camisa, y se dirigió a conocer a Ana. Desde la sala de seguridad, al área de almacenaje y restauración, había un trecho. Los marcos de los cuadros, que bajo las sombras de las azuladas luces de seguridad resultaban más vistosos que las obras en sí, ocultaban las miradas de las almas retratadas, ya fallecidas muchos años atrás. El joven se preguntaba cómo serían sus vidas durante aquellos tiempos inciertos y después de pensárselo mejor, decidió que preferiría no saberlo. Al fin y al cabo, ni disponían de internet, ni de radio, ni de televisión para ver los partidos de futbol. Que vida más aburrida. –Pensó y se arregló el pelo-.
Sus pasos, reverberaban por todo el lugar. Durante unos segundos, quiso andar sigilosamente. Menuda bobada. ¿A quién voy a molestar? –Se dijo a sí mismo en voz baja-. Cuando cruzó la gran puerta que conducía a la zona de almacenaje, el olor del ambiente y la textura del suelo cambiaron por completo. Cajas de madera, cajones polvorientos, arrugadas sabanas antaño blancas, lonas de plástico transparente y fino, dos transpaletas eléctricas, el olor de lo viejo y de lo nuevo y, por supuesto, la sensación a cerrado que desprendía todo almacén, caló en la nariz y la vista de Mario. Alumbró con su linterna algún que otro rincón oscuro para que nadie dijera que no hacía bien su trabajo, aunque nadie le miraba. Nadie vivo al menos. Algunas miradas de los retratos menos valiosos se clavaban en su mente y le provocaban escalofríos. Ya eres mayorcito para creer en esas sandeces. ¿No te parece? –Musitó para sus adentros-. Finalmente, divisó la puerta que le separaba de Ana, se olvidó de toda clase de charlatanería viejuna, y entro en la habitación para conocer a la mujer de sus sueños.
- Hola. Soy de seguridad y he venido para ver si necesitas algo.
Ana, absorta en su trabajo, no escuchó a Mario. Por otra parte, él caminaba sigilosamente hacia donde ella se encontraba, para que sus ojos degustasen en primer plano, lo que antes había visto por las cámaras de seguridad.
- ¿Hola? Señorita Ana… ¿te encuentras bien?
Al acercarse un poco más, el fuerte olor a disolventes y demás productos químicos le invadieron por la nariz, hasta que le pincharon en la parte inferior de los ojos.
- ¡Madre mía! ¿Pero qué es esta peste?
Se puso las dos manos en la cara y, con la derecha, se limpió las lágrimas que surgieron de forma espontanea.
- ¿No sabía que a los guardias les emocionaba tanto el arte? –Dijo Ana riéndose-.
Mario no tuvo ni que levantar la mirada, ni tampoco necesitaba aclararse los ojos para ver a Ana mejor. Su risa, su suave voz y se forma de hablar, le habían enamorado.
- Yo… yo… sólo venia a… no importa señorita. No quiero molestarla.
Ana, que después de tantas horas de trabajo necesitaba descansar, se acercó tímidamente. El musculoso y apuesto joven guardia, le hizo mucha gracia. En cuanto le escrutó con la mirada, y distinguió entre los aguados parpados unos ojos negros y profundos como el fin del mundo, entendió que se trataba de un hombre simple y excepcional. Su cabello, oscuro y refrescante como las noches de invierno, marcaba los rasgos de una cara bien formada, exceptuando las orejas voladoras, que le restaban belleza pero le sumaban encanto y simpatía. Enseguida entendió que se había enamorado. Ni ella podía creérselo. Hacía mucho tiempo que no había sentido algo parecido, o quizás nunca lo había hecho antes. Se sonrojó, y regresó apresuradamente a su cuadro para que Mario no se diese cuenta.
- No me molestas. Enseguida recojo y me marcho. –Dijo una emocionada Ana-.
- No… no… no venía por eso. Sólo quería saber si necesitabas algo. Nada más. –Contestó Mario-.
- ¡A! Ya veo…
Durante unos segundos que parecían minutos, el silencio imperó en la habitación. Ninguno de los dos era tan joven como para comportarse de tal modo y ninguno de los dos quería hacerlo; pero el amor actúa como le da la gana y no entiende de lógica.
Mírame…
Un susurro atravesó los oídos de Ana e inmediato se dio la vuelta.
- ¿Cómo dices? –Preguntó Ana-.
- Si no necesitas nada me marcho.
- Me refiero a lo que me ha susurrado, porque pensé…
- …
- …no importa. ¿Me acompañas hacia la salida?
- Puedo hacer algo mucho mejor si quieres.
- ¿A sí?
- Puedo invitarte a un café, si me lo permites.
- ¿Café?
- Bueno. Café o lo que te apetezca. –Contestó Mario con voz temblorosa-.
- Jajaja. Me parece una idea estupenda.

lunes, 17 de octubre de 2011

Mírame - Capítulo II

II
La noche ocupaba el lugar del día y las amarillentas luces envolvían el exterior del museo igual que un capullo de seda dorado. Las columnas, los arcos, las estatuas y los bajorrelieves sobre fondos anaranjados, se tornaban místicos, mágicos, misteriosos. Los pasos de los visitantes aún sonaban por los suelos de mármol rojizo con tonalidades quebradas. Los cuadros, se transformaban en representaciones cinematográficas, que fotograma a fotograma, invadían los sueños de los turistas y ocupaban el lugar de sus recuerdos. Y así noche tras noche.
Ana era la primera en llegar y la última en irse. Especialmente durante los meses de invierno que es cuando sus padres murieron que, mientras deambulaba por los pasillos del museo, se sentía más cerca de ellos que nunca.
- Pequeña. –Le decía su abuelo-. Tienes que dejar de llegar tan tarde a casa. O por lo menos de salir a estas horas del trabajo. ¿Por qué no sales con ese amigo tuyo, Antonio?
- No te preocupes tanto por mí abuelo. Estoy bien. Además, Antonio y yo ya no salimos juntos.
- Pues sal con otros. ¿Cómo es posible que una chica tan guapa como tu aún no esté casada?
- Son otros tiempos abuelo. Anda… vete a la cama que tengo que estudiar.
- Estudiar y trabajar… trabajar y estudiar… Ayyy pequeña, eso no es vida para los jóvenes.
El abuelo atravesó el angosto pasillo, repleto de marcos con fotos y recuerdos, hasta que llegó a su habitación. Se giró lentamente para despedirse con la mirada de su nieta, y cerró la puerta. Era demasiado mayor y ya no disponía de fuerzas para discutir con ella. Por una parte se alegraba de tenerla en casa pero, por otro lado, le disgustaba el no poder verla colmada de felicidad. Debería dejar de exigirse tanto a sí misma. –Pensaba el viejo-. Cuando salía a pasear por el parque del retiro, daba de comer a las hambrientas palomas y hablaba sobre política y charranerías ocasionales que sucedían por el mundo. Cuando surgía el tema de los nietos, sacaba pecho igual que un palomo danzando para aparearse, y hablaba maravillas sobre Ana. Era su tesoro, su vida, y su último pariente vivo.
Ana apagó la televisión, como hacía siempre, y se sentó en el sofá con un bocadillo de pechuga de pavo con queso fresco y tomate, un zumo de naranja y su libro sobre restauración de cuadros. Una colega suya la había invitado a presenciar la restauración de un importantísimo cuadro un par de años antes y a ella le había encantado. Incluso le había permitido retirar una minúscula fibra, insignificante para cualquiera que no entendiera ese arte, y su corazón casi se vuelca de alegría. No era talentosa. Como mucho pintaba un paisaje con un arte muy… rudimentario. Pero poder sentir el tacto de una obra maestra, acariciarla y formar parte de ella, le había resultado mágico. Durante unos segundos sintió el momento que se creó la pintura. Sintió como, tanto el artista como los modelos, la rodeaban con sus brazos y la guiaban a través del escenario, los colores y los sentimientos de los participantes. Notó como las dos amigas de un cuadro expuesto, disfrutaban de un hermoso día mientras se abanicaban y se cubrían con una sombrilla rosada y con su mascota descansando en el regazo de una de ellas. Notó como disfrutaba el maestro con cada pincelada, y como sonreía con cada paso artístico que daba. Si antes mostraba al mundo la belleza del arte, ahora quería tocar el arte y vivirlo.

viernes, 14 de octubre de 2011

Mírame - Capítulo I

I
Existe la leyenda, que cuando alguien te hace una fotografía, tu alma queda atrapada para la eternidad. Otros creen que cuando te retratan, no envejeces nunca, ya que la esencia de tu ser vive en esa pieza de arte para siempre. Si bien todas las leyendas contienen algo de cierto, una cosa está clara; cuando pasamos al lado de una imagen, unas veces nos entusiasmamos, otras nos causa tristeza o alegría, y otras nos horrorizamos, y los pelos se nos ponen de punta. Aunque se trate del retrato de una joven sonriendo.
*
- Bienvenidos.
Ana trabaja de guía en el museo del Prado. Experta en arte y amante de la vida, compartía su entusiasmo con todo aquel que lo desease.
- Pasen por aquí… pasen.
Su cabello largo y rizado, de color de aceite de oliva, brillaba bajo los suaves focos del museo convirtiéndose así en otra obra de arte.
- No os quedeis atrás, por favor.
Con su voz, encandilaba a hombre, mujeres y niños, atrayendo la atención incluso a los que no mostraban ningún interés por unos cuadros pintados hace muchos años. Como algunos pensaban.
- Bien… gracias. Me llamo Ana, y seré vuestra guía a través de los años junto a los distintos pintores y sus obras.
Con metro setenta de altura, delgada, de complexión fuerte y muy femenina, caminaba desprendiendo gracia y estilo, atrayendo miradas tanto despistadas, como curiosas. Se trataba de una mujer muy llamativa.
- En primer lugar, permitidme que os hable un poco de nuestro museo…
Ojos azules con puntos morados y rodeados por cejas finas. Penetrantes, absorbentes. Con cada gesto que hacía con las manos hipnotizaba a su público y con cada pregunta que le formulaban regalaba una sonrisa.
- Aquí tenemos dos de las obras más importantes y polémicas de Goya. La Maja Vestida y La Maja Desnuda. En su época, una de ellas, se calificó como obscena y la santa inquisición enjuició al pintor…
Ana pasaba la mayor parte de su tiempo en el museo. Sus padres, ambos profesores de bellas artes en la universidad de Madrid, habían muerto cuando ella tenía tan sólo doce años. Demasiado joven para entender el porqué y demasiado sensible. Percibía lo imperceptible y veía lo que nadie conseguía ver. Casi se volvió loca, pero gracias a los cuidados de su abuelo y el estrecho círculo de amigos de la familia, consiguió seguir adelante.
- Y ahora, podéis visitar la tienda de recuerdos y comprar lo que más os guste. Gracias por vuestra visita.
Los visitantes la aplaudían como si de una gran estrella de cine se tratase. A veces incluso, Ana hacía una reverencia como si realmente lo fuera. Un par de fotos de recuerdo, unas cuantas sonrisas y agradecimientos, y al acabar se dirigía a la entrada para recibir al siguiente grupo.


lunes, 10 de octubre de 2011

Mírame


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miércoles, 5 de octubre de 2011

Cuando la oscuridad te abraza


- Cállate. –Susurró el desconocido-. Cállate de una vez.
El oxidado ruido de las paredes, rugía en la habitación subterránea. Hacía tan sólo unos minutos, el grupo de turistas, se deleitaban con las extravagantes vistas del exterior. Fuentes de bronce repletas de aguas anaranjadas y peces rojos de colores; estatuas de mármol verde, coches de lujo, azafatas luciendo cuerpos de ensueño y vistiendo ajustadísimos bikinis, un grupo de “adonis” sirviendo copas y sonriendo a las invitadas más cargadas de edad, y lujo; mucho lujo. Ahora, la oscuridad les había engullido.
- Maldito dinero. –Comentó el desconocido-.
Un leve temblor desanimó a los supervivientes. El terremoto anterior, había roto el cableado del ascensor y cayeron al vacío. Gracias a los frenos de seguridad sólo habían sufrido un par de moratones, un esguince y un puñado de arañazos. Cuando la metálica puerta se abrió, se encontraban en el oscurecido sótano del centro de convenciones. El acontecimiento del año se había convertido en una pesadilla.
- ¡Quiero irme a mi casa! –Exclamó un niño-.
- Pronto vendrán a rescatarnos, no te preocupes. –Dijo su madre-.
Curiosamente, el año pasado casi por las mismas fechas, un grupo de japoneses había desaparecido sin dejar rastro. Pero nadie conocía ese detalle o al menos, los que se encontraban ahora en el cuarto oscuro.
- ¿Qué clase de sitio es este? –Preguntó el ascensorista-.
- Si no lo sabes tú ¿cómo quieres que lo sepamos nosotros? –Dijo el desconocido-.
- Quiero irme a casa mama. Por favor.
El niño se acurrucaba en los brazos de su madre y tiritaba. No de frio, sino de miedo.
- Tranquilo pequeño. Soy policía y te aseguro que pronto vendrán a por nosotros. –Afirmó el corpulento hombre-.
- Eso espero. –Susurró el desconocido-.
Un golpe seco en un trozo de metal llamó la atención del grupo. El arrastre de unas cadenas, el chasquido de un trozo de madera rompiéndose y un extraño y ahogado aullido, asustó al grupo.
- Manteneos todos juntos y no hagáis nada. –Ordenó el corpulento hombre-. A ver, nosotros tres actuaremos de escudo y protegeremos al niño y su madre. ¿De acuerdo?
- Sí. –Contestó el ascensorista-.
- ¿Y tú qué me dices?
El desconocido callaba.
- ¡Oye! ¿Estás aquí?
El ascensorista encendió un fosforo, y durante unos segundos se ilumino la diminuta habitación, luego la llama menguó y finalmente se apagó, dejando una estela de humo negro que no se veía. Enseguida encendió otra que duró un poco más.
- ¡Dios santo! Esto no es una habitación. –Exclamó el corpulento hombre-. ¡Esto es una jaula!
Cuando el fosforo se apagó, el ascensorista encendió otro. La cadena se arrastró de nuevo y cuando el destello del fuego ilumino de nuevo la metálica y oxidada jaula, un ser dentudo y peludo la apagó al exhalar.
En la zona de la exposición. Los invitados disfrutaban del espectáculo y de los tentempiés de alta cocina. El desconocido, vestido con traje de frac y repeinado con demasiada gomina, se subía al pedestal para dar su discurso. Los comparecientes aplaudieron extasiados y el desconocido, propietario del centro y de una cadena de hoteles esparcidos por el mediterráneo, sólo podía pensar en una cosa. –Que bien que mi mascota haya comido-.
Alexander Copperwhite