martes, 13 de diciembre de 2011

Un día de carreras

- Giro hacia la derecha,  y después coge la recta y acelera.
El cambio de marchas, perfecto; la coordinación de brazos y piernas, inmejorable, la velocidad alcanzada con su coche, de record. Mateo era el conductor perfecto. Una máquina de precisión de las que, únicamente, aparecen cada cien años. Su escudería le había contratado como suplente de otro conductor hacía ya un par de años, y cuando se le brindó la oportunidad, no la desaprovecho.
- Cuidad con la siguiente curva. Prepárate para adelantar. –Dijo de nuevo su director de equipo-.
La mirada clavada en la carretera y con los dedos se agarraba con fuerza al volante. Golpes de muñeca suaves y cambios de marcha milimétricos. Coge la curva, acelera, frena detrás de su rival, rebufa el motor, acelera de nuevo y adelanta sin problemas. Lo tengo todo bajo control. –Pensó Mateo-.
- ¡Muy bien! Ahora frena un poco y prepárate para coger “La Dolorosa”
Así llamaban la curva más peligrosa del circuito. “La Dolorosa”, “La Devoradora de Estrellas” o “La Mula”. Sólo los insensatos o los tercos la tomaban sin frenar lo suficiente. Mateo lo sabía y nunca se arriesgaba.
- Has salido sin problemas. Mantén el ritmo que, con una vuelta más, ganas la carrera.
El aclamado conductor aceleró, tomo las curvas con maestría, siguió las rectas con firmeza y maniobró por el asfalto de manera impecable. El banderín de cuadros ondeaba a lo lejos, listo para ser bajado con ahínco y anunciar al ganador.
Mateo cruzó la línea de meta, se bajó del coche y celebró la victoria con una descomunal botella de champan, y haciéndose fotos con las bellísimas azafatas. Lo había conseguido.
Lástima que todo eso se lo estaba imaginando, cuando año tras año, los coches corrían por la pista de carreras que él se había quedado calcinado hacía ya muchos años. Su espectro, tostado por las llamas y apestando a gasoil, deambulaba reviviendo, una y otra vez, ese día que debió de ser glorioso. El exceso de confianza le impidió soltar el acelerador cuando entraba en “La Dolorosa”.
Alexander copperwhite


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