Silencio y frío. O al revés. Nada era lo que aparentaba y nadie se mostraba como era en realidad. Las amorfas caras, faltas de rasgos característicos y de expresiones afables, penetraban en el subconsciente de los desprevenidos. La luna merodeaba por el cielo, los roedores de la noche chirriaban canciones desagradables y desesperantes, los búhos acechaban a sus presas, sedientos de sangre, y el círculo de los ancianos se cernía sobre la carne fresca, que pronto sería sacrificada. Un lord barítono actuaba como maestro de ceremonias y dos enanos peludos, soportaban el calor de unas antorchas que lentamente les tostaban la piel. Los cincuenta y dos comparecientes no ocultaban su rostro, ni tenían la intención de hacerlo ya que nunca se les había escapado una víctima… jamás. La hierba bajo sus descalzos pies, les acariciaba los dedos y a su vez les refrescaba. Las copas de los árboles les observaban, una fina capa de neblina les camuflaba y la gran roca octagonal, les servía de altar. El color carmesí disecado, los poros de la roca cubiertos del sanguinario plasma y el olor característico, a acidas vísceras y piel oxidada, paralizaban de pavura a la joven ofrenda. Todos aguardaban al aullido del lobo para dar comienzo a la ceremonia. Todos, menos uno… el sacrificio. Desde hace más de setecientos años los endemoniados aguardaban con paciencia la señal. A veces sólo transcurrían unos pocos minutos y otras, se veían obligados a esperar casi hasta el amanecer. Jamás habían fallado, jamás habían ofendido a su señor y nunca dudaron ni un segundo. Una navaja de doble filo reflectaba los tenues rayos de la luna y, como un espejismo, proyectaba las estelas de las antorchas sobre la roca teñida. El fuego del inframundo. Las lagrimas del demonio. Los dedos del mal. A la visión se la había nombrado de muchas formas. Menos de locura.
Por primera vez en siete siglos, el lobo no aulló y los cincuenta y dos se marcharon del lugar sin cobrarse la vida. Sin cubrirse los rostros y sin temor a ser descubiertos. -Si hablas… volveremos-. La grave voz advirtió a la víctima. Y jamás habló de ellos. Ni siquiera cuando, veinte años después, se abrió las venas en el manicomio donde llevaba más de media vida encerrado.
Alexander Copperwhite
Alexander, te conocí a través del FB, así que me acerqué a tu blog para leer más. Me gusta tu forma de escribir, voy a quedarme como seguidor.
ResponderEliminarSi tienes ganas, puedes darte una vuelta por mi espacio, te dejo el link abajo, pues en mi perfila aparecen tres blogs.
Te dejo un abrazo y espero que estemos en contacto.
Humberto.
www.humbertodib.blogspot.com