Sus ramas se extendían tan gruesas como los brazos de un hombre, luego se estrechaban emulando las finas hebras de la naturaleza, para acabar desnudas con un pequeño capullo verde en su pico. La piel rasgada, cicatrizada por la resina y el tiempo, cobijaba a las pequeñas criaturas que buscaban en él, un refugio durante el invierno y sombraje durante el verano. Pero era primavera. El inminente renacer de su corteza, danzaba al ritmo de los suaves vientos del norte mientras el fluido que circulaba por sus circunvaladas vetas, no hacía más que otorgarle una fuerza descomunal y mística. Los años marcados en su corazón, cuarenta en total, afianzaban su posición ante los demás, convirtiéndolo en el más viejo y duradero, y hermoso. Con las raíces profundamente ubicadas y agarrándose en la humedecida tierra, se contoneaba con vehemencia sin temor a nada. Y espera. Un niño se asoma y se deleita con su esbelta figura y sus emplumecidas ramas. Cientos de capullos verdes se abrían para convertirse en flores que más tarde se convertirían en semillas. El vestido de color blanco, aromas de almendro, tintes rosados y marrón verdoso, alimentaba las vistas de los viajeros, y del niño que sentía como la vida se apoderaba de él. Algunas flores se desprendían, nevándose sobre el pequeño que abría sus manos para recibir los inesperados copos de aromas y milagros. Y el instante se pausó con la imagen del niño sonriendo y con los brazos en alto, acogiendo los milagros de la creación.
Alexander Copperwhite
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