Un eco atronador; un eco espantoso de un goteo incesante. Hundida en la absorbente oscuridad, la mano de la angustiada madre palpaba su contorno en busca de su hijo. No distinguía su respiración, ni el latido de su corazón, y eso que en el silencio de la oscuridad se escuchaba todo; hasta el maldito goteo que le rebanaba los sesos y le alteraba la respiración. Sus pulmones se oxigenaban con dificultad, sus parpados se estiraban por la ansiedad, su boca babeaba por el miedo y se erguía rígida con los brazos extendidos en busca de lo que más quería en el mundo. Con precaución, aunque con más miedo, arrastraba los pies por la superficie de la metálica cubierta, notando los remaches y los recortados tornillos que antes se ocultaban bajo una alfombra roja. Ahora sólo había oscuridad y la alfombra había desaparecido. –Hijo ¿dónde estás?-. Musitó la mujer con la poca voz que le quedaba. A veces se apartaba un mechón de pelo de la cara y descubría que no era suyo. ¿De quién era? Ya nada importaba. Apartaba los inertes cuerpos que le estorbaban y seguía su camino; blandos, humedecidos, fríos… sin vida. Esperaba lo peor. Su corazón latía con fuerza y sus ojos rebuscaban un ápice de luz en la oscuridad; pero en vano. –Hijo mío. Vuelve con mama-. Durante el incidente. Únicamente se le había escapado durante un segundo. –Un segundo. Por el amor de Dios. No me merezco tal castigo por un segundo-. Pensó la angustiada mujer. Y el incesante goteo que rebotaba en el eco de los alrededores, le rompía los tímpanos y le hervía la sangre. Las raíces de las plantas que antes se hallaban decorando la sala, en sus majestuosos tiestos de bronce y trepando por las enredaderas cerca de los tapices de castillos, ahora se enredaban por sus tobillos y le impedían arrastrase con seguridad. Se veía obligada a levantar los pies y a arriesgarse a tropezar con algún objeto, o con otros muertos. Porque a pesar de que caminaba entre las sombras, el resto de los cadáveres habían aceptado su destino y aguardaban quietos su turno para cruzar al otro lado. Pero la madre, aun estando muerta, no se rendía y buscaba a su pequeño. Y no sabía, que el incesante goteo que se escuchaba como un eco lejano, eran las lágrimas de su hijo que resbalaban por sus mejillas hasta caer sobre el rostro de su madre. El niño la abrazaba con fuerza junto a su padre y lloraba desconsolado, y sus llantos se convertían en gritos que atormentaban a la pobre mujer y no la dejaban marchar en paz.
Alexander Copperwhite
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