Antaño, cuando los mortales caminaban al lado de los dioses, los hombres temían lo sobrenatural. Las víboras de dos cabezas acosaban al ganado, los caballos alados surcaban los cielos, los llameantes dragones quemaban las cosechas, y héroes con fuerza divina rescataban a las doncellas. En aquellos tiempos, los dioses se deleitaban con los sabores de la mortalidad, se dejaban amar, se acurrucaban en alcobas vacías, engendraban hijos y cosechaban enemigos. La sangre de un dios, podía curar o marchitar el alma de un humano. Con sus dedos mágicos, florecían los almendros, el grano de los trigales brotaba, las aguas se endulzaban y el viento soplaba con premura para guiar a los barcos hacia buen puerto.
Llegó un día, que el hombre reclamó su lugar al lado de los dioses, no como siervo; sino como su compañero. Cogidos de la mano, los seres erguidos de este planeta aclamaron un cambio y esperaron pacientemente. Había llegado el día en que los antiguos y caprichosos dioses debían acostarse para dar paso a una nueva era.
Hace mucho ya de eso, y pocos son los que recuerdan a esos antiguos dioses, que antaño regían sus vidas. Ahora sólo son recuerdos lejanos de creencias perdidas y romantizadas. El estruendo del trueno es provocado por el magnetismo del planeta, y no por la voluntad de unos pocos.
Pero aunque no lo sepamos, aunque pensemos que la divinidad se ha simplificado y mora en nuestros corazones y hogares, ahí fuera, siguen durmiendo los ancestrales Titanes, siguen observando los antiguos dioses, y siguen protegiéndonos de los males ya olvidados. Y sus rostros aparecen desde lo más profundo de la tierra, esperando a que nos fijemos en ellos.
Alexander Copperwhite
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