Ladeando la rocosa costa de Escocia, a bordo del “María Antonieta” se disfrutaba de un esplendido día de verano. Las olas del mar rompían en los afilados filos, repletos de caracolas granates, lapas amarillentas, erizos, mejillones y restos de barcazas destrozadas. La suave y cálida brisa, acariciaba las blanquecinas velas y la lustrada cubierta del imponente navío. Las gentes de a bordo, vestidas con atuendos de paseo y otros con ropa de faena, observaban el lejano horizonte en busca de alguna ballena extraviada. El áspero tacto de la mar salada, empapaba la piel de los pasajeros y su olor, despejaba en profundidad sus fosas nasales. Los pulmones se liberaban del dióxido de carbono, la sangre recorría sus cuerpos con más fluidez, los pensamientos se aclaraban y un desorbitado apetito, a tarta de fresa y pasteles de chocolate, les recorría las entrañas hasta humedecer el paladar de sus bocas. Las damas portaban sombrillitas de colores, vestían pantalones cortos con lazos en los extremos y blusas muy finas, hechas de delicada seda. Los caballeros eran más clásicos. Pantalón blanco, zapatos náuticos marrones, camisa blanca y alguna que otra pajarita de color azul o verde con cuadrados rojos, al puro estilo escocés. Y los marineros de uniforme. Todo era perfecto.
A lo lejos; un punto en el océano burbujeaba. Un marinero anunció el avistamiento, un acaudalado pasajero obligó al capitán “reconsiderar” y rectificar el actual rumbo y las damas se amontonaron en las barandillas con gran expectación. De la nada apareció un muchacho, con gorra de béisbol marrón, un mono blanco con manchas de grasa y unos zapatos negros desgastados. Montó un gran trípode cerca de la proa, colocó una gran caja de madera con una enorme lente asomando por uno de los laterales y aguardó en silencio. Su mayor deseo era conseguir una fotografía del gran mamífero. Y su deseo, pronto se haría realidad.
Las precisas órdenes del contramaestre hacían que el gran velero se moviera armoniosamente, como un reloj de precisión. El punto del océano, que experimentaba una especie de ebullición, se encontraba a tan sólo unos metros del casco del barco. Pero resultó ser muy extraño. Y el silencio se apoderó de las gentes.
Un círculo perfecto se dibujaba en la azulada superficie. Las burbujas recorrían un recorrido perfecto, como largos hilos que provenían del abismo, hasta dibujar extensas líneas que terminaban en un fondo de color blanco espumoso. La mar se levantaba lentamente, creando olas de la nada y despidiendo un intenso olor a azufre y cal quemada. Una vaporosa sustancia, rosácea, apareció por la cubierta como si de un espectro se tratase; y provocaba un inmenso dolor de cabeza a los pasajeros y al personal.
El muchacho tropezó y se cayó de espaldas, pero no sin antes accionar el botón de su rudimentaria cámara de fotos que captó el momento exacto en que, una extraña criatura de metal brillante, emergía del agua y desaparecía volando a una velocidad increíble. Un destello de luz. Eso es lo que vieron todos o puede que se lo hubieran imaginado. Aunque… aún quedaba una prueba que todos desconocían. La fortuita foto del muchacho… que tardarían en desvelar, y aún más en descifrar.
Alexander Copperwhite
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