Tras la cenefa de un alabastro, se resguardaba del viento una pequeña niña, llamada Isis. Con las manos congeladas, el abrigo roto, los botines agujereados y la cara pálida, mendigaba un trozo de pan o cualquier pizca de filantropía. Antaño, había sido princesa de un reino muy, muy lejano que su nombre se había borrado con el paso del tiempo. Por corona tenía un trozo de tela que mantenía de una pieza a base de costuras primarias y remiendas ocasionales; como cetro portaba un palo, para ahuyentar a los perros y los gatos que se le acercaban. Y cuando la noche caía sobre sus debilitados huesos, dudaba de si al día siguiente volvería a levantarse.
La borrosa imagen de un pobre anciano, fijándose en ella. Le sorprendió. Especialmente porque el anciano era ciego. Sus ojos de color marfil amarillento, resguardaban sus pensamientos y sus intenciones. Pero ahí estaba; mirándola fijamente como si nada más existiera en el enorme mercado. Las voces de los mercaderes, ofertando manzanas a buen precio, gallinas de buen sabor, especies de continentes lejanos y cebollas de lágrima dulce, no distraían al anciano. Por fin había descubierto el tesoro perdido.
Tras una larga caminata, la princesa y el anciano conversaban con la boca cerrada. Ya se conocían desde antes pero, al menos ella, no sabían de qué. Puede que se hubieran visto en una vida olvidada o en un momento cualquiera. Puede que en realidad nunca se hubieran conocido y únicamente ardieran en deseos de compartir el silencio. El atronador silencio que ocupaba sus mentes, mientras las chispas de una fogata en la chimenea de la rudimentaria habitación resonaban como truenos.
Cuatro días más tarde, sobreviviendo a base de sopa de zanahorias y pan enmohecido, ninguno de los dos se había pronunciado. El anciano alargó la mano, tímidamente, y tocó el rostro de la princesa, que súbitamente se sonrojó al sentir el calor humano en su desfogada piel. El anciano volvió a ver. Sus corneas se aclararon como pastas de colores disueltas en agua y su blanquecino pelo se le cayó al suelo. En su lugar, dos ojos verdes y enormes renacieron y una cabellera rubia y larga se extendió hasta su cuello. Con cuarenta años menos, el anciano se encontró a sí mismo, y junto a él, a su tesoro perdido.
- Por fin os reconozco princesa. –Musitó el nuevo príncipe-.
- Me llamo Isis. ¿Quién es usted?
- Soy tu príncipe. Y no te llamas Isis.
- ¿Cómo me llamo entonces?
- Te llamas Esperanza. Llevo siglos buscándote para llevarte de vuelta.
- ¿A dónde?
- Al reino que perteneces. Al reino que nunca debiste abandonar. Al lugar donde jamás se apagará tú llama. Te llevaré de vuelta, al corazón de los hombres, porque lo último que se pierde… es la esperanza.
Alexander Copperwhite
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