Dos años más tarde…
- Abuelo, abuelo. Por fin me van a dejar un cuadro para restaurarlo. Sólo se trata de una limpieza rutinaria, pero es un comienzo.
- No sabes cómo me alegro por ti mi pequeña. Ghhhm. Ghhhm. –Dijo su abuelo tosiendo-.
- ¿Te encuentras bien?
- Sí pequeña. Es este invierno que cada vez me pesa más. Lo de todos los años.
- Bueno. Tu tomate algo caliente y descansa. Esta noche cuando regrese te contaré como me ha ido.
Ana estuvo a punto de cerrar la puerta cuando su abuelo la llamó.
- Ana… no me has dicho como se llama el cuadro.
- ¡La Maja Desnuda! –Dijo Ana y dio un portazo-.
Media hora más tarde, llegó al museo y entró por la puerta trasera. Durante el trayecto hacia su trabajo, no paraba de canturrear y bailotear de manera disimulada, para que no la tomasen por loca o por ligera de ideas. Normalmente no le importaba lo que opinaba la gente de ella, pero había emprendido un nuevo camino y quería llegar hasta el final. Quería que le encargaran trabajos de todo el mundo; los cuadros más importantes e importantes y para ello, debía moderarse en todos los aspectos de su vida.
- Hola Ana. Llegas pronto como de costumbre.
La responsable de las restauraciones, admiraba su pasión y esfuerzo, y por ello la había premiado con una oportunidad única. Ella lo sabía… y Ana también.
- Hola María. No sabes cuánto te agradezco lo que has hecho por mí. No sé qué hacer para…
- No hace falta que me lo agradezcas más. Tú céntrate y haz bien el trabajo. Estas preparada y motivada, así que, manos a la obra.
Entraron a la acondicionada habitación, donde se encontraba La Maja Desnuda y su gemela vestida. María se encargaría de la limpieza de la otra obra para poder observar, aconsejar y perfeccionar el trabajo de Ana. Deseaba con todas sus fuerzas que la bella mujer, encontrase su hueco en este mundillo tan competitivo.
- Recuerda todo lo que te enseñaron y mis consejos. No tienes nada de qué preocuparte y como siempre, estaré justo a tu lado por si me necesitas. ¿De acuerdo?
Ana asintió con la cabeza y se preparó. Durante el día, ambas mujeres se ensimismaron. Escrutaron sus respectivos cuadros con lupa, se pusieron guantes de látex, prepararon el material y, suavemente, acariciaron las superficies de los cuadros con algodón de fibra fina empapados en una cristalina solución que se evaporaba casi instantáneamente al entrar en contacto con la obra de arte. Con la paciencia propia de una madre, Ana mimaba al objeto inanimado, pero aún así, lleno de vida.
Cuando llegó la noche, María había acabado casi la mitad de la primera parte de la restauración mientras Ana, aún se encontraba al principio. La experta restauradora, sonrió recordando sus inicios y se acercó a su aprendiz.
- ¿Qué te parece si seguimos mañana?
- Me gustaría quedarme un poco más. ¿Puedo?
- Pues claro. ¿Cómo puedo negarme a eso? Sería una jefa horrible si no te permitiera trabajar más por el mismo salario. Jajaja. Avisaré a los de seguridad de que te quedas y de paso que te echen un vistazo de vez en cuando por si necesitas cualquier cosa.
- Gracias María. Buenas noches y hasta mañana.
*
- Has visto el bombón que se ha quedado en restauración. –Dijo el bigotudo guardia de seguridad-.
- Acerca la cámara para que la vea mejor. –Contestó el joven novato-. ¡Madre mía, está buenísima! Me acercaré para realizar una inspección… rutinaria.
- Y de paso la saludas. ¿No truhán?
Mario sonrió, se colocó el cinturón, se arregló la camisa, y se dirigió a conocer a Ana. Desde la sala de seguridad, al área de almacenaje y restauración, había un trecho. Los marcos de los cuadros, que bajo las sombras de las azuladas luces de seguridad resultaban más vistosos que las obras en sí, ocultaban las miradas de las almas retratadas, ya fallecidas muchos años atrás. El joven se preguntaba cómo serían sus vidas durante aquellos tiempos inciertos y después de pensárselo mejor, decidió que preferiría no saberlo. Al fin y al cabo, ni disponían de internet, ni de radio, ni de televisión para ver los partidos de futbol. Que vida más aburrida. –Pensó y se arregló el pelo-.
Sus pasos, reverberaban por todo el lugar. Durante unos segundos, quiso andar sigilosamente. Menuda bobada. ¿A quién voy a molestar? –Se dijo a sí mismo en voz baja-. Cuando cruzó la gran puerta que conducía a la zona de almacenaje, el olor del ambiente y la textura del suelo cambiaron por completo. Cajas de madera, cajones polvorientos, arrugadas sabanas antaño blancas, lonas de plástico transparente y fino, dos transpaletas eléctricas, el olor de lo viejo y de lo nuevo y, por supuesto, la sensación a cerrado que desprendía todo almacén, caló en la nariz y la vista de Mario. Alumbró con su linterna algún que otro rincón oscuro para que nadie dijera que no hacía bien su trabajo, aunque nadie le miraba. Nadie vivo al menos. Algunas miradas de los retratos menos valiosos se clavaban en su mente y le provocaban escalofríos. Ya eres mayorcito para creer en esas sandeces. ¿No te parece? –Musitó para sus adentros-. Finalmente, divisó la puerta que le separaba de Ana, se olvidó de toda clase de charlatanería viejuna, y entro en la habitación para conocer a la mujer de sus sueños.
- Hola. Soy de seguridad y he venido para ver si necesitas algo.
Ana, absorta en su trabajo, no escuchó a Mario. Por otra parte, él caminaba sigilosamente hacia donde ella se encontraba, para que sus ojos degustasen en primer plano, lo que antes había visto por las cámaras de seguridad.
- ¿Hola? Señorita Ana… ¿te encuentras bien?
Al acercarse un poco más, el fuerte olor a disolventes y demás productos químicos le invadieron por la nariz, hasta que le pincharon en la parte inferior de los ojos.
- ¡Madre mía! ¿Pero qué es esta peste?
Se puso las dos manos en la cara y, con la derecha, se limpió las lágrimas que surgieron de forma espontanea.
- ¿No sabía que a los guardias les emocionaba tanto el arte? –Dijo Ana riéndose-.
Mario no tuvo ni que levantar la mirada, ni tampoco necesitaba aclararse los ojos para ver a Ana mejor. Su risa, su suave voz y se forma de hablar, le habían enamorado.
- Yo… yo… sólo venia a… no importa señorita. No quiero molestarla.
Ana, que después de tantas horas de trabajo necesitaba descansar, se acercó tímidamente. El musculoso y apuesto joven guardia, le hizo mucha gracia. En cuanto le escrutó con la mirada, y distinguió entre los aguados parpados unos ojos negros y profundos como el fin del mundo, entendió que se trataba de un hombre simple y excepcional. Su cabello, oscuro y refrescante como las noches de invierno, marcaba los rasgos de una cara bien formada, exceptuando las orejas voladoras, que le restaban belleza pero le sumaban encanto y simpatía. Enseguida entendió que se había enamorado. Ni ella podía creérselo. Hacía mucho tiempo que no había sentido algo parecido, o quizás nunca lo había hecho antes. Se sonrojó, y regresó apresuradamente a su cuadro para que Mario no se diese cuenta.
- No me molestas. Enseguida recojo y me marcho. –Dijo una emocionada Ana-.
- No… no… no venía por eso. Sólo quería saber si necesitabas algo. Nada más. –Contestó Mario-.
- ¡A! Ya veo…
Durante unos segundos que parecían minutos, el silencio imperó en la habitación. Ninguno de los dos era tan joven como para comportarse de tal modo y ninguno de los dos quería hacerlo; pero el amor actúa como le da la gana y no entiende de lógica.
Mírame…
Un susurro atravesó los oídos de Ana e inmediato se dio la vuelta.
- ¿Cómo dices? –Preguntó Ana-.
- Si no necesitas nada me marcho.
- Me refiero a lo que me ha susurrado, porque pensé…
- …
- …no importa. ¿Me acompañas hacia la salida?
- Puedo hacer algo mucho mejor si quieres.
- ¿A sí?
- Puedo invitarte a un café, si me lo permites.
- ¿Café?
- Bueno. Café o lo que te apetezca. –Contestó Mario con voz temblorosa-.
- Jajaja. Me parece una idea estupenda.
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