Los años pasaron, y la vida siguió su curso. Momentos de alegría y momentos de tristeza acompañan el pasar del tiempo, junto con sus inevitables consecuencias. Ana y Mario tuvieron dos hijos. Primero una niña que la llamaron Margarita y después un niño que lo llamaron Juan. El abuelo aún batallaba con su tos y sus resfriados de invierno pero resultó ser un excelente cuidador y un magnifico educador. La casa rebosaba de alegría y todo aquel que era invitado a visitarla siempre era bienvenido.
En el museo, los cuadros iban y venían, y los visitantes también. Mario hacia sus rondas por los luminosos pasillos durante el día y durante la noche, siempre llevaba encendida su linterna. El también sentía el latir del corazón de los cuadros que le rodeaban.
En una ocasión, Ana le recordó lo sucedido y sonrieron. Ellos conocían el secreto de los cuadros. No albergan espíritus, ni te hacen permanecer joven eternamente. Captan las emociones de quienes los pintan y de los que forman parte de ellos. Captan las sonrisas y las lágrimas, el amor y el odio, la alegría y el dolor, la vida y la muerte. Lo que en realidad transmiten, son los sentimientos de las personas. Y por eso son tan especiales. Por eso tienen tanto valor.
A Ana le gustaba mirar a las dos Majas. Ahora sentía que todo iba bien. No había diferencia entre ellas. Eran una sola persona; un único sentimiento. Se acarició el mechón blanco de su flequillo y alargó la mano como si quisiera darles las gracias por el regalo. Era el signo de que su alma había cruzado el umbral del otro mundo, y había salido ilesa, y premiada. Un toque de inmortalidad. Y Mario, mientras ella miraba, tocaba, y restauraba los cuadros que le llegaban de todo el mundo, siempre vigilaba de cerca a su amada Ana sin que ella se diera cuenta. Pero en realidad, ella sentía a Mario vigilándola, porque se habían convertido en almas gemelas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario